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Lo enviaron a la ‘friendzone’ y su historia se hizo viral

Lo enviaron a la ‘friendzone’ y su historia se hizo viral
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Un joven llamado Fabián Herllejos contó una triste historia de amor a través de facebook, donde la chica de sus sueños lo envió a la friendzone luego de dejarlo sin dinero por consentirla. El chico decidió narrarlo de manera pública sin imaginar que su forma de contar los hechos y la fantástica pero triste historia se haría viral.

La antagonista de la historia fue nombrada Anita; la chica con la que Fabián anhelaba un linda y hermosa noche de amor en medio de un concierto de Bunbury.

 El joven publicó una fotografía acompañada de una extensa pero fascinante narración de una noche.

14650282_10202263630028991_5510388340511074262_nAcerca de esta foto.

Este soy yo, hace siete años. Comenzaré este texto aclarando tres cosas importantes que rodean esta fotografía:

1. La fotografía fue tomada en el Poliforum, antes de entrar al concierto de Enrique Bunbury.
2. Esa sonrisa no es precisamente de emoción por el concierto, sino de nervios por asistir con la muchacha que me gustaba.
3. Quien tomó esa foto es la chica que me gustaba (a quien nombraré como Anita).

Estaba feliz de ir con Anita (ella y todo el halo de imposibilidad que representaba para un tipo con sentido del humor maloso, pésimo bailarín y escritor de quinta, como yo). Aunque lo realmente trascendental no se encuentra en el concierto, ni en la foto y -quizá- ni con ella. En esa fotografía aparezco con una sonrisa nerviosa y honesta, ahora que la observo, pienso: “Ojalá alguien te hubiese anticipado lo que pasaría”. Esta es la historia que casi nunca cuento.

Ella me había dicho que le gustaba la música de Bunbury y decidí invitarla al concierto. La noticia se esparció con todo el grupo de amigos que eramos en ese entonces. Todos celebramos el acontecimiento. Felicitaciones por aquí, las mejores vibras por allá, era una noticia que bien merecía la cara de sorpresa de quien se enterase. Con el paso del tiempo, asumo que todos estábamos emocionados al ver un fenómeno de aquel tipo: Un irreverente saliendo a un concierto, con el corazón en las manos, junto a la mujer que llenaba un espacio en ese rincón maltratado del amor. Qué ingenuos eramos todos, qué felices.

El día llegó. Antes de verme con Anita, David, un amigo mío, se acercó para abrazarme y decir algo que no puedo olvidar: “Vas a ir, y todo saldrá chingón. Confío en ti, canijo, no lo eches a cagar. Hoy es tu día. Órale, chingar a su madre y que te vaya bien…”. Nos despedimos. Dos minutos después me encontré con ella, en la salida de la universidad. Preciosa como siempre. Armado con un manojo de nervios, doscientos pesos y un par de boletos, abordamos un taxi con dirección a la noche más fría de la historia de mi humanidad.

Fotos en la fila, charlas sobre la banda, críticas sobre los tatuajes de Héroes Del Silencio que llevaban muchos, demasiados para mi gusto. Todo normal. Ciento cincuenta pesos. Entramos al inmueble y todo estaba bien. Esperamos un rato hasta que Bunbury entró al escenario y comenzó el concierto. Una vez que la gente empezó a amontonarse, don imbécil (seudónimo en tercera persona que utilizaré a partir de este punto, para referirme a mí) comenzó a notar que ella, Anita, no cantaba ni coreaba ninguna de las canciones que el español entonaba desde el escenario.

– ¡¿Cómo es que no te gusta esa canción?!
– No es que no me guste, es que no me la sé…
– Ok, te ayudo. Te las canto al oído antes que él y después las coreas como todos…
– Bueno, va…

Entonces, noté que algo iba mal. Después de cinco canciones ella seguía en las mismas…

– ¿No que te gustaba Bunbury?
– Me gusta, pero casi no escucho su música, está chida…
– ¿No habías escuchado a Bunbury?
– …No.

No importa, pensé en su momento, aunque importase. El concierto estuvo lleno de empujones, que don imbécil gustosamente recibía con el afán de proteger a la doncella. Entre codazos y gente que intentaba acercarse más y más al escenario, se libró una de las luchas de tolerancia más cansadas a la que el noble imbécil se había enfrentado: el de lidiar con la mapachada. Había de todo, no faltaba la que gritaba “Te amo Enrique” o el clásico idiota, tratando de hacerse notar con un “Hazme un hijo”. Al final todo valía la pena, ella estaba ahí, y había alguien protegiéndola: yo.

Al finalizar el concierto, nos dirigimos con Anita hacia el boulevard para tomar un taxi. Evidentemente ya tenía planeado decirle todo lo que no había podido en tanto tiempo de conocerla, solo debía esperar el momento indicado para cerrar la noche. Todo iba según lo planeado, hasta que nos acercamos a una tienda de souvenirs. A ella le gustó una playera impresa con el rostro del cantante, que fácilmente pudo costarme cincuenta pesos en cualquier puesto de la ciudad, y que muy amablemente el hijo de su reputa madre del vendedor cantó con un precio de ciento treinta pesos y una taza en cien. Don imbécil dijo que sí, sin vacilar. Al abrir la cartera, no quiero imaginarme la cara que puse al ver que mi tercermundismo estaba tiernamente reposando en esos tres billetes de cincuenta, y ella expectante, con su playera en la mano, esperaba que el chaperón pagara el obsequio. Algo debió notar en mi rostro, que de inmediato dejó la playera y dijo “O mejor ya no, no me gusta tanto”. Maldito orgullo de muchacho enamorado: “No, cómo crees, es que hice mal las cuentas. Pero puedes llevarte la taza”, ella aceptó. Salimos al boulevard en búsqueda de un taxi, ella hablando del concierto y yo pensando en todos los años de huérfano que debe vivir un cabrón, como para vender playeritas pedorras en ciento treinta pesos. Antes de tomar el taxi me encontré a dos amigos: Manuel y César. Le dije a Anita que esperase un momento, porque iría a saludarlos

– Amigos, no mamen, ayúdenme. Préstenme dinero, se los ruego. Vine con Anita al concierto y solo tengo para la ida.
-Simón wey ¿Cuánto ocupas?
– Cincuenta, para el regreso a casa.
-Tssss… no mames. Si te damos eso nos quedamos sin tomar. Toma doce.
– Gracias amigos **Hijos de su puta madre, pero hay un dios**

Salí de la tienda y fuí hacia ella. Abordamos un taxi. El conductor, un hombre no muy viejo tomó el libramiento norte de mi ciudad, rumbo a casa de Anita. Ya habían pasado demasiadas cosas jodidas, y yo tenía tantas cosas por decirle a ella, que no importó. Ataqué.

-… y a todo esto Anita, gracias. Me la pasé increíble.
– Gracias a ti, Fabi.
– Oye…
– Dime…
– Debo decirte algo.
– Claro…
– Mira, yo sé que no soy el estereotipo de nadie. Que soy un desmadre y que, además, soy muy grosero. Pero tenía todas las intenciones de que hoy todo saliera muy bien y ya ves que no es así…
– …tranquilo, todo estuvo increíble…
-…sin embargo debo hacer esto. Me gustas mucho y no es una propuesta. Solo quiero que sepas que me gustas mucho y que, si se puede, me dieras la oportunidad de intentar conquistarte como se debe.

El taxista dio un vistazo por el retrovisor. Encendió su estéreo y sonaba una canción de Franco de Vita. Bajó el volúmen y acondicionó el momento, con la mejor de las voluntades, con Romántica 107.5 FM.

– …Fabi…
– Mira no espero respuestas ahorita, solo me gustaría que lo pienses…
– … Es que te quiero como amigo, Fabi. Eres mi “ahijadis”…

Algo sucedió en ese momento dentro de mí: el corazón se me hizo mierda, las piernas -bendito sea dios, estaba sentado- se me aguadaron, y de inmediato imaginé mi cabeza aplastada y pegada al neumático, golpeando con un ruidoso “troctroctroctroctroc” a la salpicadera por cada vez que la rueda daba una vuelta completa. El taxista, dio otro vistazo por el retrovisor, y cambió de estación pasados unos minutos, después de que empezara a sonar “La tortura” de Shakira. Ella quedó en silencio un rato más. Con toda la catástrofe, intentando ocultar la miseria que traía encima, le pedí que no se quedara callada, ella me respondió que se sentía mal, a lo que respondí con un sonriente “tranquila, al que acaban de batear es a mí, tú no te espantes”. El taxista rió un brevísimo instante y disfrazó su risa con una tos más fingida que mi falta de importancia hacia el asunto. Ahí estábamos, el taxista y yo, como dos malos actores que tienen una sola certeza: la función debe terminar del modo más decente, no importa lo que suceda.

Al llegar a casa de Anita, ella me abrazó y agradeció el gesto que había tenido al invitarla. Bajé un momento, pidiéndole al taxista que me esperara. Ella me volvió a abrazar y me preguntó si quería que me apoyase con el pasaje de regreso o si quería un vaso de agua. Le dije que no, que ya era tarde y que debía llegar a casa, que de todos modos no podía, pero que gracias. Ella insistió en quedarse en la puerta esperando a que yo me fuese, y pidió, con una cara de sufrimiento, que le llamara cuando hubiese llegado a casa. Hice lo mío, le dije que sí a todo, abordé el taxi, dije adiós y el taxista emprendió la marcha.

– ¿A dónde, joven?
– Mire, jefe, usted solo doble la esquina y ahorita le digo…

El taxista acató la petición. Una vez doblando en la esquina, me volvió a preguntar.

– Jefe, mire, sin desmadre, traigo doce pesos. Hasta dónde me lleva usted por doce pesos
– Újale joven, si a esas vamos, ya nos pasamos…
– Bueno, no importa, me bajo aquí. Gracias.
– ¿A dónde se dirige?
– A Lomas del Oriente

Anita vivía en La Herradura y yo al otro maldito lado de la ciudad.

– Újale… mire, le voy a echar la mano acercándolo a Plaza Cristal.

Agradecí y agradecí. Después quedé callado. Entonces noté que al llegar a plaza Cristal, el taxista no detuvo su camino. Sospeché, por como se habían dado las cosas, que el taxista era algún vendedor de órganos y que, viendo la miseria en la que estaba hundido, había decidido terminar con mi sufrimiento. Pero no, luego me dijo que me echaría la mano un poco más, y ese poco se convirtió en una dejada a la colonia que está a lado de donde yo vivo.

– Jefe, no tengo cómo agradecerle. De verdad…
– No se preocupe joven, usted nomás recupérese y tenga un poquito de dignidad: no le envíe ese mensaje.

El taxista se marchó. Emprendí el camino de regreso a casa. Las calles, sin mentir, estaban oscurísimas, no había una sola alma a esas horas, eran las tres de la mañana y ni los perros ladraban. Tomé mi celular y puse un poco de música, para no sentirme tan miserable. Mire usted, lector, cómo es diosito, a veces es un cabroncito jugando a pasarse de lanza: comenzó a sonar “Al final” de Bunbury, luego sentí una gota fría escurriendo por mi mejilla… creí que era una lágrima, pero no, luego fueron dos, luego tres, luego muchas y al final fue una chingada tromba que terminó por empaparme todo y poner la cerecita del pastel en aquel viacrucis innecesario. Al llegar a casa saqué del bolsillo, con tristeza, mi boleto-recuerdo hecho un puré. Tomé el celular para avisarle a Anita que había llegado con bien, pero el celular no encendió. Entonces volteé a ver mi librerito, tomé la libreta en donde escribía y comencé a hojear cada carta que había redactado para ella, me di cuenta de todo eso que había comenzado a ser desde que la conocí y del cariño que le tomé a cada palabra que endosé a su nombre. Quise llorar, pero no lo hice. Pensé entonces en volver a intentar marcarle, pero el celular no encendió y no volvió a encender jamás. Mejor así, porque ni llegué bien, ni tenía ganas de avisarle una chingada.

La historia se ha esparcido por las redes sociales debido a la manera de relatar del joven, quien ha recibido múltiples halagos por su talento al escribir la historia.

Con información de el DEBATE

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