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Cinco escalofriantes historias de asesinos seriales en la Ciudad de México

Cinco escalofriantes historias de asesinos seriales en la Ciudad de México
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Sólo en pesadillas y cuentos de fantasmas los muertos regresan para hacernos daño. En realidad, los muertos son amables y por eso los invitamos, con altares, a regresar entre nosotros. Los vivos, en cambio, son mucho más peligrosos. Y es por eso que aquí recopilamos una lista de 5 asesinos seriales que sembraron miedo en la Ciudad de México y que se han convertido en horrendas leyendas de terror.

Entre estos nombres se ocultan relatos escalofriantes que seguirán en el misterio. Porque todos estos asesinos forman parte de la vieja historia del país. Sus fechorías han quedado sepultadas en años y años de investigaciones fallidas y procesos dudosos. Ninguno de ellos cuenta una historia completa y muchos seguirán siendo casos que se tiñen de ficción a través del nacimiento del amarillismo y el crecimiento de las leyendas populares.

Sin embargo, estos hombres existieron y forman parte de nuestra historia; una historia que es peligroso olvidar. Así, celebremos a nuestros muertos recordando a estos seres terribles que ganaron vida en la leyenda por dedicarse a la muerte.

El Chalequero

Francisco Guerrero Pérez nació en el bajío mexicano en 1840. Se sabe poco sobre su infancia salvo que pertenecía a una familia pobre y abusiva de la que huyó, a los 22 años, para convertirse en zapatero en la Ciudad de México. Guerrero se casó y tuvo cuatro hijos. Sin embargo, varias fuentes indican que era un hombre singularmente promiscuo que tuvo diferentes hijos extramaritales y que acostumbraba tener encuentros sexuales con prostitutas. Justamente, fueron las sexoservidoras sus principales víctimas.

Decían que solía vestir elegantemente, con pantalones de cachemira, fajas multicolores y chalecos refinados de charro. También se relata que era un hombre bien parecido, de facciones masculinas y toscas y que era carismático y atractivo en su forma de ser. Se consideraba un buen católico y un devoto guadalupano.

A pesar de esta declarada fe, Guerrero Pérez se acercaba a sus víctimas para contratarlas por sus servicios. Después del acto sexual, Guerrero degollaba o estrangulaba a sus víctimas. Muchas de ellas, también, terminaron siendo decapitadas antes de ser arrojadas al río Consulado. Fue alrededor de 1888 que, en las orillas de este río que corre ahora bajo la parte norte de Circuito Interior, fueron encontrados cadáveres de mujeres decapitadas, maltratadas y parcialmente desnudas.

En 1888, Guerrero fue capturado por el detective Francisco Chávez. Se le acusó del asesinato de Murcia Gallardo y la violación de una mujer llamada Emilia. Esta última víctima era una lavandera que había sido atacada por Guerrero al regresar de una peregrinación a la Villa de Guadalupe. Como acostumbraba, el asesino la estranguló y la abandonó, pensando que estaba muerta, a las orillas del río Consulado. Sin embargo, la mujer sobrevivió y señaló a Guerrero como culpable.

Guerrero fue condenado a muerte, pero Porfirio Díaz lo indultó condenándolo solamente a veinte años de cárcel. Pero algunos años después, en 1904, fue liberado por un error de proceso. Poco tiempo pasó Francisco Guerrero en libertad: el 13 de junio de 1908 fue capturado por segunda vez tras haber asesinado a una anciana a las orillas del mismo río. Cuando lo capturaron, Guerrero todavía portaba manchas de la sangre de su víctima en la ropa.

Fue condenado a muerte por segunda ocasión. Sin embargo, la condena tampoco se cumpliría: en 1910, a los setenta años, Guerrero fue encontrado muerto en su celda. Los motivos de su muerte siguen siendo poco claros pero, sin duda, su nombre impactó considerablemente a la sociedad de la época: cuando se supo en México de los asesinatos de Jack el Destripador en Whitechapel, muchos periódicos lo llamaron “El Chalequero Inglés”.

El apodo nació de su indumentaria elegante o del hecho de que obligaba (“a chaleco”) a mujeres a mantener relaciones sexuales con él. En cualquier caso, se considera que El chalequero mató alrededor de 20 mujeres en la colonia Peralvillo y sus alrededores ganándose así el dudoso honor de ser el primer asesino serial mexicano (y feminicida) de la historia.

La temible Bejarano

Se sabe muy poco de la vida privada de Guadalupe Martínez de Bejarano. Sabemos que estuvo casada y que tuvo a un hijo llamado Aurelio Bejarano Martínez. También sabemos que fue una mujer de clase media alta o de clase alta. De hecho, era a través de su posición social privilegiada que lograba atraer a sus víctimas.

Guadalupe Martínez atrajo a su casa a la niña Casimira Juárez ofreciéndole un trabajo doméstico. Una vez que la niña se instaló en su domicilio empezaron las vejaciones y los actos de tortura. Inspirados en un fuerte deseo sexual reprimido, Martínez torturaba con fuego y ataduras a su víctima siempre desnuda. Después de cierto tiempo, la dejó morir de hambre. En 1887, Martínez de Bejarano fue condenada por este crimen. Sin embargo, apenas cinco años después salió libre.

Cuando salió de la cárcel, Martínez introdujo, nuevamente, a dos hermanas muy jóvenes a su hogar. Se trataba de Guadalupe y Cresencia Pineda quienes también fueron torturadas con los mismos métodos. En 1892 varias personas denunciaron a Martínez por el supuesto secuestro y tortura de personas en su casa. La policía llegó demasiado tarde para salvar a las hermanas Pineda que llevaban tiempo muertas. El hijo de Martínez la señaló como culpable y Martínez, en cambio, lo señaló a él como el verdadero asesino. Ambos fueron condenados.

A pesar de sólo ser condenada a 10 años de prisión, Martínez fue confinada a una zona solitaria dentro de la prisión de Belén por el odio que le tenían las otras reclusas. Desde entonces apodada como “La temible Bejarano” o “La mujer verdugo”, Martínez murió en una celda antes de terminar su condena. Su horripilante historia pasaría a la posteridad para convertirse en la primera mujer asesina serial de la historia de México.

La Ogresa de la Roma

Felícitas Sánchez Aguillón nació en una familia humilde de Cerro Azul, Veracruz, en la última década del siglo XIX. Se graduó como enfermera y partera y trabajó en su natal estado hasta que decidió emigrar a la Ciudad de México. Ahí, rentó un departamento en el número 9 de la calle de Salamanca en la colonia Roma. Fue en ese departamento en el que empezó a establecer una práctica clandestina de abortos.

Pronto, el negocio de Sánchez Aguillón llegó a florecer. Muchas mujeres ricas de la ciudad acudieron a su casa para terminar con un embarazo ilegítimo o indeseado. Pero estas prácticas no fueron las que terminaron por condenar a Sánchez Aguillón. Una vez establecido su negocio de abortos, la llamada “ogresa de la Roma” comenzó a traficar con niños.

Así, compraba y vendía niños de familias pobres que no podían mantenerlos o que querían ofrecerles una mejor vida. Sin embargo, el destino de muchos de estos niños fue completamente distinto. Se dice que Sánchez Aguillón asesinó, torturó y descuartizó a cerca de cincuenta niños. Para deshacerse de los cadáveres, esta mujer tiraba los restos al drenaje o a la basura.

Fue, justamente, esta práctica la que terminó delatándola. Muchos vecinos empezaron a quejarse de malos olores, el drenaje que se tapa constantemente y de un humo negro, denso y de mal olor, que salía de la casa de Sánchez Aguillón. El 8 de abril de 1941, el dueño de una mercería que ocupaba el primer piso del edificio llamó a plomeros y albañiles para levantar el piso de su negocio y acceder al drenaje que no dejaba de taparse. Ahí encontraron un tapón putrefacto con restos humanos, gasas y algodones ensangrentados.

Después de que encontraran un pequeño cráneo y una pierna que correspondía a la de un niño de un año, las autoridades catearon el domicilio de Sánchez Aguillón. Ahí encontraron una enorme cantidad de fotografías de niños y un pequeño altar con un cráneo infantil. La condena contra “la ogresa” fue, sin embargo, una farsa. Se le condenó a cuatro meses de prisión y a una fianza que rápidamente pagó. Supuestamente, la larga lista de personas importantes que se habían practicado abortos con ella sirvió para que la liberaran en estas condiciones: la clase política tenía singular miedo de los escándalos que podían desatar las declaraciones de esta mujer.

Sin embargo, Sánchez Aguillón no pasó mucho tiempo libre. Señalada mediáticamente como una asesina de infantes y perseguida por todos, se suicidó con una dosis letal de Nembutal el 16 de junio de 1941. La que se ganó el sobrenombre de “La ogresa de la colonia Roma” por su apariencia desagradable y sus prácticas escalofriantes también tuvo otros apodos. Se le llamó “La trituradora de angelitos”, “La descuartizadora de la colonia Roma” y “La Espanta-cigüeñas”. Sánchez Aguillón se convirtió así, con la enorme atención amarillista de la prensa, en el horror mexicano de la década de los treinta.

El Sapo

Poco se sabe de la infancia de José Ortíz Muñoz. La historia de este infame personaje conocido como “El Sapo” o “El Sapo de Lecumberri” comienza con su carrera militar. En 1941, la prensa señaló por primera vez los crímenes cometidos por este soldado del segundo batallón acuartelado en la Escuela de Tiro. En ese reportaje del 31 de octubre se dice que Ortíz asesinó a Ignacio Jarero Ortíz apuñalándolo en la garganta.

Sin embargo, el asesino continuó vagando libre por el país gracias a su relación con el Coronel Miguel Aranda Calderón que lo consideraba su “pistolero de confianza” y que le encargaba toda clase de asesinatos arbitrarios. Se dice que, después de matar a Ignacio Jarero, “El Sapo” le llevó su cadáver a Aranda y le dijo “A la orden mi jefe… ¿Es éste el que me pidió o me equivoqué?”.

Cuando, finalmente, las autoridades capturaron a Ortíz Muñoz, se dieron cuenta de que era el líder de una banda que se dedicaba al asesinato, a la violación y a los asaltos en los alrededores de la Escuela de Tiro. Se le condenó a 28 años de prisión en la Cárcel de Lecumberri. Ahí, en sus declaraciones, “El Sapo” no tuvo empacho en imputarse la masacre de 120 sinarquistas el 2 de enero de 1946 en León, Guanajuato.

En Lecumberri, Ortíz Muñoz siguió agrandando su reputación de asesino descontrolado. Se le imputaron cinco asesinatos dentro de la prisión. Ahí era un ser temido y odiado que gozaba, sin embargo, de una reputación redutable. Enrique Metinides, el famoso fotógrafo de nota roja mencionó, incluso, que se sentía seguro en Lecumberri porque se había ganado la protección del temido “Sapo”.

En 1960, debido a su alta peligrosidad y a diversos escándalos que lo vinculaban con el director de Lecumberri en varios asesinatos dentro del penal, Ortíz Muñoz fue enviado a las Islas Marías. Algunos años después, “El Sapo” sería encontrado muerto en su celda. Como su vida, su muerte fue singularmente violenta: dijo “El Goyo” Cárdenas, su famoso compañero de crujía, que Ortíz recibió un machetazo por cada crimen que había realizado. Suponemos que no fueron pocos.

Se dice que el apodo de “El Sapo” venía de la apariencia física de este famoso asesino mexicano. Era, al parecer, pequeño, redondo y de ojos saltones. Y ese rostro irredento quedará en las historias de la cultura popular como uno de los asesinos más descarados y brutales de la historia nacional.

El estrangulador de Tacuba

Gregorio Cárdenas Hernández es, sin duda alguna, el asesino en serie más famoso de la historia de México. Además, este hombre peculiar con una historia excepcional muestra diversas diferencias con los asesinos que habitan esta lista. “El Goyo” Cárdenas era un joven brillante que estudiaba Química en la UNAM, que se había independizado de su madre y que rentaba una casa en Mar del Norte 20 en Tacuba. Era un estudiante destacado que había recibido una beca por parte de PEMEX para financiar sus estudios y que cumplía a cabalidad las promesas económicas de la administración de Miguel Ávila Camacho.

Como bien señala Juan de Dios Vázquez en su erudito ensayo sobre la figura mediática de “El Goyo”, éste no era el asesino salido de los arrabales, llevado a matar por el hambre o la desesperación, de poca educación y mirada brutal. Éste era un joven refinado y educado de clase media que tenía un laboratorio en casa y una enorme biblioteca; era un joven de carrera prometedora y que, sin embargo, en dos semanas asesinó y violó a cuatro menores de edad.

La historia de violencia de “El Goyo” Cárdenas comenzó la noche del 15 de agosto de 1942 cuando salió a recorrer el centro de la Ciudad de México en busca de una prostituta. Después de encontrarse con María de los Ángeles González y de llevarla a su casa, Cárdenas tuvo relaciones sexuales con la prostituta de 16 años. Una vez consumado el acto sexual, Cárdenas la estranguló con un cordón y enterró su cadáver, maniatado, en el patio de su casa.

Apenas ocho días después, el 23 de agosto, Cárdenas repitió el mismo patrón. Esta vez, la víctima fue una joven prostituta de 14 años que todavía no ha sido identificada. De nuevo, después de mantener relaciones con ella, Cárdenas la estranguló con un cordón y enterró su cadáver junto al de la víctima anterior.

Seis días después, el 29 de agosto, Cárdenas encontró a su tercera víctima. Esta vez se trató de Rosa Reyes Quiroz que, al entrar a su casa y notar el estado de abandono en el que se encontraba, trató de huir. Sin embargo, Cárdenas también la mató con un cordón y la enterró, nuevamente, en su patio.

Finalmente, el 2 de septiembre, Cárdenas invitó a una amiga a salir. Se trataba de Graciela Arias Ávalos, estudiante del bachillerato en ciencias químicas de la UNAM e hija de un prominente penalista. Cuando Goyo la llevó a su casa ubicada en el número 63 de la calle de Tacubaya, Arias Ávalos se negó a besarlo. Cárdenas perdió el control y la asesinó a golpes en el coche. Después, llevó el cadáver a su casa, lo violó en repetidas ocasiones y lo enterró junto a sus otras víctimas.

Cinco días después Gregorio Cárdenas se internó voluntariamente en el Hospital Psiquiátrico del Dr. Onero Barenque. Ahí, hombres del servicio secreto, alertados por la desaparición de su última víctima lo fueron a interrogar. Rápidamente, Cárdenas confesó sus crímenes y llevó a los investigadores al patio en donde había enterrado a sus víctimas. Ahí encontraron un pie en descomposición saliendo de la tierra.

Lo condenaron al Palacio Negro de Lecumberri en el que sólo permanece un año antes de ser trasladado, en 1943, al Hospital Psiquiátrico de La Castañeda. En 1947, “El Goyo” decidió escaparse del manicomio para huir hacia la Ciudad de Oaxaca. Cuando lo atraparon dijo que no estaba huyendo sino que sólo se había tomado unas vacaciones.

En su regreso a Lecumberri, Cárdenas estudió la carrera de Derecho, de la cual se tituló con una tesis sobre las condenas a personas con padecimientos mentales. También, mantuvo una tienda de abarrotes dentro de la prisión, ayudó a otros presos con sus litigios e inició una familia. En 1976, el entonces presidente Luis Echeverría le concedió un indulto pedido por su familia. “El Goyo” Cárdenas fue liberado de prisión y, ese mismo año, fue invitado al congreso de la unión como ejemplo de rehabilitación social.

En la cárcel, Cárdenas se convirtió en un peculiar símbolo, publicó tres libros sobre el encierro y salió siendo una figura altamente mediática. Murió en libertad en 1999. Héroe de la liberación, homenajeado en el congreso, estudiante brillante, escritor de desigual talento, asesino en serie y violador, “El Estrangulador de Tacuba” sigue siendo una de las figuras más enigmáticas en la oscura historia de esta compleja ciudad.

Estos son sólo algunos de los más famosos asesinos de la Ciudad de México en los albores y la primera mitad del siglo XX. Considerando la compleja historia de esta urbe es fácil encontrar muchos más casos terribles en los últimos sesenta años. Sin embargo, ninguno de estos casos ha tenido el impacto de los asesinos que aquí buscamos retratar. Estos seres sanguinarios quedarán como los fantasmas de una ciudad floreciente, en pleno crecimiento y expansión. Son los violentos espíritus que encantan Tacuba, la Peralvillo, la Roma y el centro de la Ciudad. Son nuestra brutal historia y son el recordatorio vivo de que, en cada esquina, los humanos siguen siendo seres capaces de enormes logros y, también, de terribles monstruosidades.

 

 

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